martes, 20 de diciembre de 2011

Crónicas de Haití (II)

Amanece en mi isla, me despierto bañada en sudor, muerta de calor y deslumbrada por la claridad que las cortinas no pueden contener. Todavía no son las seis. Intento volver a dormir pero mi ventilador de techo no puede hacer nada contra la temperatura que aumenta en minutos. A las seis la claridad es insoportable y me levanto al baño, a la ducha, un chorro de agua fresca que me lava, refresca y despierta. El paisaje que veo me deja sin aliento, toda la ciudad y su bahía y playas y puerto se despliegan desde la terraza cubierta a la que se accede desde mi habitación, y que hace las veces de espacio común, comedor y sala de internet en este hotel donde mis compañeros y yo somos los únicos huéspedes. Bajo unos escalones hasta la piscina y el paisaje cambia, mejora aún, la ciudad se ve más cerca y allí las playas y los cocoteros, las montañas vecinas, la selva siempre presente. Agua azul, vegetación abundante, techos que salpican de humanidad el paisaje. El desayuno se sirve a las siete, café, pan y manteca de maní, queso o sopa -sí, sopa-, fruta y jugos, y nada más, y ya sospecho que acá en Haití comer es de por sí un lujo, que nunca se debe pretender demasiado por más que este sea en un hotel propiedad y vivienda de una familia norteamericana. Si sacamos la sopa y la manteca de maní y la fruta sólo me queda beber café y comer queso con pan, el día que hay queso, ya veremos qué hacer, pienso, tal vez comprar algunos alimentos extra en el pueblo pero después me enteraré que los rubros de los almacenes son más que escasos y primitivos, además de excepcionalmente caros. Terminaré comiendo fruta aunque no me guste la fruta, manteca de maní aunque engorde, beberé jugos a pesar de las precauciones elementales en un país donde acaba de declararse el cólera. Y que sea lo que dios quiera. A la luz del día y de cerca, la primera impresión de Jérémie es de pánico. ¿Dónde ví casas tan decrépitas y sin el menor mantenimiento, faltas de una mano de pintura en cincuenta años, setenta años, y sin una sola de sus mil rajaduras reparada ni un pedazo de techo sustituído? En ninguna parte. Porque esto no es una favela es ni una villa miseria ni una bidonville, es como si una ciudad que se construyó hace más de medio siglo con cierto orden y hasta belleza de diseño hubiera caído en algún momento en manos de okupas indigentes. Pero tampoco es así porque quienes las habitan no son okupas ni indigentes, son los sufridos haitianos que siempre vivieron aquí. ¿Qué pasó, cuándo se detuvo el progreso que permitió construirlas y hasta dotarlas de un estilo, de una belleza de diseño? Es fácil imaginarlo si se piensa en la historia de Haití. No sólo las casas están destrozadas por el paso del tiempo, las calles, las bicicletas, las mesas y las sillas que la gente saca a la puerta, sus enseres, todo la ciudad está en un estado de decrepitud inimaginable, y no en un sector, es como si el deterioro de la pobreza hubiera pasado sin hacer distinción alguna, vino y se apoderó de cada cosa y de cada rincón en toda la ciudad de Jérémie. La negritud de este país es total, no hay blancos o apenas algunos en la capital. Caminar por las calles es caminar por África, en el almacén, en el banco, en la plaza, todos pero absolutamente todos son negros sin mezcla de razas. Asimismo acá en Jérémie, donde la población se divide en “locales” e “internacionales”, de estos últimos más de la mitad son también negros provenientes de Congo, Camerún, Burundi y quién sabe qué otra parte. Los haitianos en general son gente alta, erguida, todos con muy buenos cuerpos que exhiben generosamente, los hombres son delgados y tienen unas espaldas anchas y musculosas, las mujeres tienen pechos grandes y caderas estrechas, son delgadas en su juventud y más gruesas o decididamente gordas desde la madurez que acá debe ser antes de los 20 años. Todos tienen dientes grandes, fuertes y muy blancos, se dice que gracias a la fibra de la caña de azúcar que mascan desde chicos, a veces como único alimento diario. Me extrañaba al principio que siendo todos pobres anduvieran muy bien vestidos, después me enteré que se visten por poco dinero con la ropa de la ayuda internacional -USAID o lo que sea- que supuestamente llega para ser distribuida gratuitamente pero en los hechos se vende en todo mercado. Es muy pintoresco salir de noche por este pueblo decrépito y abandonado, en medio de una oscuridad sólo cortada por la luz de una eventual lamparita o la llama vacilante de una vela, ver a la gente y en especial mujeres que caminan por las calles polvorientas y llenas de basura con sus vestidos de fiesta, con sus brillos de lamé o lentejuelas y sus zapatos de tacos de diez centímetros. Tal vez alguno de esos vestidos estuvo en la Ópera de Viena o en una fiesta de los Vanderbilt en New York, tal vez algunos ricos piadosos envían paquetes humanitarios con sus mejores galas para salvar a este pueblo de tierra y sol ardiente al borde del mar de la Antillas.

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